De vuelta en casa, voy a compartir con vosotros el día
de mi cumpleaños, el 18 de Julio, que este año por azares de la vida me tocó
vivirlo en París. Tras soplar las velas imaginarias y con los ojos brillantes
por la emoción, me dispongo a daros las gracias por vuestra felicitación. Estas
fueron las palabras que escribí por WhatsApp y ahora lo hago por lo que hoy
conocemos por redes sociales.
No le doy importancia si te felicitan o no, eso es
secundario. Lo grato es compartir esos momentos con la familia y los amigos que
están cerca y lejos, es otra forma de repartir felicidad y recibirla. El regalo
que me tenía reservado el destino era poder sentir ese día el viento en mis oídos
desde lo alto de la Basílica du Sacre Coeur, un lugar especial donde se concentra
la energía telúrica. Posteriormente fuimos a visitar a unos amigos muy próximos,
Marie Rose y su esposo Elías, y a continuación nos invitaron a visitar la
Iglesia Libanesa escenario de paz con unas vidrieras curiosas que les recuerda su
país de origen.
Una pareja al día siguiente, Michelle y Rene, me
trajeron una tarta con unas velas tan grande como sus corazones. Fue una tarde linda
para recordar y valorar…
Esa noche mi mente se remontó al año 1983. Entonces mi
hermana, Conchy, y yo celebramos su cuarenta cumpleaños en un pequeño restaurante,
Ou cadet de Gascogne, del popular,
pintoresco y cuna de artistas inolvidables barrio de Montmartre. Por sus
callejas y su plaza puede observarse su gran pasado y, sin duda, sienta bien
volver al lugar donde uno ha disfrutado, como en aquella ocasión. Hay algo extraño
en el lugar, con tantos genios deseando mostrar su arte y perfección a lo que
se suma la herencia de tiempos anteriores. Es todo un lujo pasear y contemplar
sus gentes, su entorno, su cultura... Cuantas veces con mi marido caminamos por
esta bella capital con un cielo gris y su característica lluvia, pero siempre
con luz. Rica en Historia, en museos, con grandes bulevares, cuna de los perfumes,
icono de la moda, visitada por millones de personas y parejas románticas de
todo el mundo…qué decir que no se haya dicho ya de París.
Los viajes nos hacen rejuvenecer física y mentalmente,
transforman la forma de pensar y permiten ampliar nuestros horizontes. No
obstante, los recuerdos afloran una vez más. Recordar es sosiego cuando se ha
vivido en plenitud con una gran persona como fue Francis, mi marido. No poder
traer a la memoria, refrescarla y sentir, sí que es aterrador. He tenido la
fortuna de visitar la capital francesa más de una treintena de veces y nunca se
la conoce del todo, ese es su atractivo.
Recuerdo una noche del mes de Abril del año 2000
cuando nos encontrábamos paseando por debajo de la Tour Eiffel con una temperatura
muy baja, característica de la fecha, pero encantados de la vida, teniendo al
viejo monumento como testigo mudo de nuestra felicidad. Esa noche nos reímos tanto
y lo pasamos tan bien que al final ni éramos conscientes del frío a nuestro
alrededor. Por otros motivos habíamos decidido brindar bajo sus pies. Al
principio Francis no podía abrir el champagne por los guantes, pero cuando lo
consiguió llenamos las copas de cristal, alzamos la vista a esa maravilla de la
ingeniería y brindamos una amiga, mi hermana, Francis y yo. Esos momentos siguen
vivos en mi corazón y nunca los podré olvidar.
Grande y majestuosa en todas sus formas, la Tour
Eiffel no nos mostró esa madrugada sus secretos pero si su seducción. En esos
momentos se creó un sentimiento especial, único entre ella y nosotros.
Mirandola de nuevo le prometimos volver una y mil veces. Como decían en la
conocida Casablanca, “Siempre nos
quedara París”.
A mis 74 años me siento bien con lo que me rodea, no
necesito ni más ni menos para afrontar los retos que se me puedan presentar en
esta etapa de mi vida, al tiempo que seguir escribiendo para el blog de las
tardes de té. Quiero continuar siendo un espíritu inquieto, despejado y
reflexivo. El tiempo lo dirá.
Esto no es más que una pincelada de un día que fue
distinto a los demás.
Mil gracias corazones.